BABEL Y PENTECOSTÉS EXISTEN HOY

   La próxima Solemnidad de Pentecostés nos lleva a reflexionar en la fuerza del Espíritu para lograr la unión íntima y fraterna entre muchos, provenientes de muy diversos orígenes. Con frecuencia, para aclarar el sentido de esta unión en la iglesia, se recurre a la contraposición entre los constructores de la Torre de Babel y los humildes discípulos de Jesús en Jerusalén.
   Por lo que se refiere a los constructores de la Torre de Babel, el autor sagrado les atribuye la soberbia pretensión de «… edificar una ciudad y una torre con la cúspide en el cielo», sin encubrir su propósito de «hacernos famosos».
   Dejando aparte los detalles arcaicos de este relato bíblico, notemos las actitudes de fondo que se repiten en situaciones diversas a lo largo de la historia. Una lectura pausada de estos textos nos permite percibir la oposición más o menos explícita entre el orgullo prepotente de quienes pretenden usurpar a Dios su poder universal, maquinando proyectos gigantescos y suntuosos, y los sencillos de corazón que  se someten al mandato divino, de aceptar con gozo el ser hijos amados y sumisos de Dios. En uno y otro caso se trata de una actitud en contra o a favor de la imagen de Dios como Padre, que quiere reflejarse y prolongarse en su hijos, amantes y cuidadosos de la vida.
    La revelación de Dios como Padre de todos, es el núcleo de la doctrina y del testimonio amoroso de Cristo. Sus primeras palabras recogidas en los Evangelios, cuando tenía 12 años, ya revelan su ejemplar veneración y filial sometimiento: «¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?» (Lc 2, 50). Y a lo largo de todas sus enseñanzas nos va describiendo la ternura, la protección, el premio que su Padre tiene para todos nosotros.


    Centrándonos en las desviaciones que inciden más directamente en las actitudes de división o de unión, que corresponde a esta Alianza de Amor, notemos cómo Cristo se manifiesta como hermano de todos, superando estrechas categorías familiares: «Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la palabra de Dios y la cumplen.» (Lc 8, 21). Esta fraternidad universal se manifiesta más aún en los relatos de la apariciones, después de su resurrección. Benedicto XVI trató de esto en la homilía de la fiesta de Pentecostés del año pasado: “El relato de Pentecostés en el libro de los Hechos de los Apóstoles -lo hemos escuchado en la primera lectura (cf Hch 2,1-11) presenta el “nuevo rumbo” de la obra de Dios iniciada con la resurrección de Cristo, obra que implica al hombre, a la historia y al cosmos. Del Hijo de Dios muerto y resucitado y vuelto al Padre espira ahora sobre la humanidad, con inédita energía, el soplo divino, el Espíritu Santo. ¿Y qué produce esta nueva y potente auto-comunicación de Dios? Donde hay laceraciones y alienación, crea unidad y comprensión. Se desencadena un proceso de reunificación entre las partes de la familia humana, dividida y dispersa; las personas, a menudo reducidas a individuos en competición o en conflicto entre ellos, alcanzadas por el Espíritu de Cristo, se abren a la experiencia de la comunión, que puede implicarlas hasta el punto de hacer de ellas un nuevo organismo, un nuevo sujeto: la Iglesia. Éste es el efecto de la obra de Dios: la unidad; por eso la unidad es la señal de reconocimiento, el “tarjeta de visita” de la Iglesia a lo largo de su historia universal.”

   Este don que el Señor hizo a toda la humanidad en Pentecostés necesita ser acogido, agradecido, comunicado. Desde entonces vamos recibiendo luces y fuerzas que son consecuencia de la “donación” del Espíritu Santo que se nos comunicó en el Bautismo, y que se va repitiendo en la medida en que somos conscientes de su actuación en nosotros a través de sus Dones y de sus Frutos que debemos constatar y agradecer. Quizá sería bueno agradecerlos conscientemente cuando recemos esa doxología tan común y al mismo tiempo tan excelsa del “Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo”.


    El título que encabeza estas líneas hace referencia a la actualidad, no solo de Pentecostés, sino también de Babel. Y es que nuestro bautismo, nuestra incorporación a la Iglesia no nos hace inmunes a las pretensiones ni a los rechazos de los constructores de la torre, a que nos referíamos al principio. El agradecimiento al don de la Unión espiritual que nos otorga el Señor debe ir acompañado de la humilde petición para “no caer en la tentación”. Benedicto XVI, en la misma homilía citada más arriba lo dice de manera muy clara: “Hemos observado anteriormente que la llama del Espíritu Santo arde pero no quema. Y sin embargo obra una transformación, y por eso debe consumir algo en el hombre, las escorias que lo corrompen y le obstaculizan en sus relaciones con Dios y con el prójimo. Este efecto del fuego divino sin embargo nos asusta, tenemos miedo de “quemarnos”, preferimos quedarnos como estamos. Esto es porque muchas veces nuestra vida está configurada según la lógica del tener, del poseer y no del darse. Muchas personas creen en Dios y admiran la figura de Jesucristo, pero cuando se les pide perder algo de sí mismos, entonces se echan atrás, tienen miedo de las exigencias de la fe. Es el miedo a tener que renunciar a algo bueno, en el que somos atacados, el miedo a que seguir a Cristo nos prive de la libertad, de ciertas experiencias, de una parte de nosotros mismos. Por una parte queremos estar con Jesús, seguirlo de cerca, y por otra tenemos miedo de las consecuencias que eso comporta. Queridos hermanos y hermanas, siempre necesitamos oír decir del Señor Jesús lo que a menudo les repetía a sus amigos: “No tengáis miedo”.
    Algún lector se preguntará: “y los fenómenos contrapuestos de las lenguas en uno y otro caso, ¿son también actuales?”. Pues sí, y muy actuales. Por una parte está la unidad de entendimiento y respuesta que suscita el Espíritu santo en sus fieles, y por otra la descarada falsificación de las palabras y de los conceptos más importantes para la convivencia que, en aras del demoledor relativismo reinante, se quiere imponer no solo en los medios de comunicación social, sino incluso en los primeros años de la infancia, con unos proyectos de educación aberrantes.
   No tengamos miedo de “quemarnos”,  de entregarnos al Señor para una unidad más y más perfecta, con un asentimiento filial a las palabras de Dios. Llegaremos así a la donación tan deseada del  “que todos sean Uno como Tú y Yo somos uno” (Jn 17, 21)

      Hno Enrique Berenguer, cpcr 




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