CATEQUESIS (FRANCISCO)


El día de nuestro Bautismo resonó para nosotros la invocación de los santos. Aquella era la primera vez en la cual, a lo largo de la vida, nos era regalada esta compañía de hermanos y hermanas “mayores”—los santos— que pasaron por nuestra misma calle, que conocieron nuestras fatigas y viven para siempre en el abrazo de Dios.
Los cristianos, en el combatir el mal, no se desesperan. El cristianismo cultiva una incurable confianza: no cree que las fuerzas negativas y disgregantes puedan prevalecer. La última palabra sobre la historia del hombre no es el odio, no es la muerte, no es la guerra. En todo momento de la vida nos ayuda la mano de Dios, y también la discreta presencia de todos los creyentes que «nos han precedido con el signo de la fe» (Canon Romano). Su existencia dice ante todo que la vida cristiana no es un ideal inalcanzable. Y juntos nos conforta: no estamos solos.
Y ¿qué somos nosotros? Somos polvo que aspira al cielo. Débiles nuestras fuerzas, pero potente el misterio de la gracia que está presente en la vida de los cristianos. Somos fieles a esta tierra, que Jesús ha amado en cada instante de su vida, pero sabemos y queremos esperar en la transfiguración del mundo, en su cumplimiento definitivo donde finalmente no habrá más lágrimas, maldad y sufrimiento. Que el Señor nos done a todos nosotros la esperanza de ser santos. Pero alguno de vosotros podrá preguntarme: “Padre, ¿se puede ser santo en la vida de todos los días?” Sí, se puede. “Pero ¿esto significa que debemos rezar todo el día?” No, significa que debes cumplir tu deber todo el día: rezar, ir al trabajo, cuidar de los hijos. Pero es necesario hacer todo con el corazón abierto hacia Dios, de manera que el trabajo, también en la enfermedad, incluso en la dificultad, esté abierto a Dios. Y así nos podemos convertir en santos. Que el Señor nos dé la esperanza de ser santos. ¡No pensemos que es una cosa difícil, que es más fácil ser delincuentes que santos! No. Se puede ser santos porque nos ayuda el Señor; es Él quien nos ayuda.
Es el gran regalo que cada uno de nosotros puede ofrecer al mundo. Que el Señor nos dé la gracia de creer tan profundamente en Él como para convertirnos en imagen de Cristo para este mundo. Nuestra historia necesita “místicos”: personas que rechazan todo dominio, que aspiran a la caridad y a la fraternidad. Hombres y mujeres que viven aceptando también una porción de sufrimiento, porque se hacen cargo de la fatiga de los demás. Pero sin estos hombres y mujeres el mundo no tendría esperanza. Por esto os deseo —y también deseo para mí— que el Señor nos done la esperanza de ser santos. ¡Gracias!

Papa Francisco (Catequesis de los miércoles)






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